«El Primado de Dios en la Liturgia» de la mano de Joseph Ratzinger (X)

e) Liturgia y cultura. Tampoco la danza entra entre las expresiones cristianas de la liturgia. En torno al siglo III algunos grupos gnóstico-docetas quisieron introducir la danza en el culto cristiano; pero no lograron extender sus falsas doctrinas por medio de la danza cultual. Es absurdo querer hacer atractivo el culto introduciendo la danza o los aplausos, pues cuando se produce el aplauso en la celebración litúrgica, podemos estar seguros que se ha perdido la verdadera naturaleza de la liturgia y se trata de sustituirla con atrayentes entretenimientos religiosos. La liturgia es verdaderamente cautivadora sólo cuando va más allá de sí misma y se experimenta la potente presencia de Dios. La cuestión es diversa cuando se trata de piedad popular o de lo que sigue a una celebración litúrgica; todos conocemos danzas religiosas muy respetables en algunos santuarios marianos de España e Iberoamérica.

Este argumento tiene que ver con la inculturación litúrgica, un tema muy necesitado de reflexión, pues cuando la inculturación se reduce a cambios de formas exteriores, sin contenidos y vivencias interiores, es una ofensa a las mismas culturas de donde se toman determinadas formas rituales. La verdadera inculturación presupone una apertura interior a nuevas culturas capaces de gestar nuevas expresiones rituales, que expresan real y vivencialmente la misma fe de siempre; esto explica que la piedad popular en Iberoamérica sea algo que procede del interior de las almas, manifestando una primera evangelización profunda. En este contexto, se advierte la necesidad de un mutuo respeto y enriquecimiento entre liturgia y piedad popular, que permitirá que la celebración de la Misa sea distinta en una comunidad indígena de Oajaca y en la Catedral Primada de la Ciudad de Méjico y, con todo, sea siempre celebración del mismo santo sacrificio de la Misa.         

f) Otros gestos durante la plegaria litúrgica.  El gesto más antiguo y universal de la oración son las manos extendidas. Es un gesto de apertura pacífica al otro, que invita también a levantar la mirada a lo alto. Pero para el cristiano es el gesto que recuerda sobre todo a Cristo crucificado, que con sus brazos extendidos acepta la voluntad del Padre y atrae todo el mundo a sí (cf. Jn 12, 32). Más tarde se usó el gesto de las manos juntas, cuyo origen puede estar en el feudalismo, recordando el hecho del siervo juntando sus manos en las del amo, significando sumisión y lealtad. Este gesto se conserva en la ordenación sacerdotal, manifestando que el sacerdote recibe un don, un poder, que no es suyo, y que lo recibe para administrar los misterios de Dios (1 Cor 4, 1), en sumisión a Dios y al Obispo y para el servicio de la comunidad. La inclinación de cabeza y de hombros del Supplices, te rogamus, en el canon romano,  en la actitud del publicano, es la expresión ritual de la humildad. Cristo se humilló a sí mismo (Fil 2, 8) destruyendo la soberbia humana, raíz de todos los pecados. Inclinarse ante Dios honra al hombre, pero inclinarse ante los hombres para obtener un favor es una deshonra. Esto, si lo hubiera olvidado el hombre moderno, convendría recordárselo. El gesto de darse golpes de pecho, que hallamos en el publicano (cf. Lc 18, 13), y en otros tiempos fue común en la Iglesia, es un gesto adecuado de quien se reconoce pecador, por ejemplo, en el rezo del Confiteor y en el rezo del Agnus Dei, recordando a quien cargó con nuestros pecados y en sus heridas hemos sido curados (Is 53, 5). Sobre el gesto de la paz convendría hacer un estudio ritual comparativo para advertir si hay que dar preferencia a la reconciliación antes del ofertorio (cf. Mt 5, 24), o al don de la paz, fruto de la comunión, y así decidir su mejor colocación. En general., hoy se prefiere colocarlo antes del ofertorio, evitando así la confusión y la distracción que a veces se crean antes de la santa comunión<!--[if !supportFootnotes]-->[1]<!--[endif]-->.      

g) La voz humana. Es evidente que en la liturgia la palabra tiene un papel necesario y las manifestaciones de la voz humana en ella son diversas, por ejemplo, el canto, la lectura y la oratio presidencial del sacerdote. El anuncio de la palabra es del profeta (Antiguo Testamento), del Apóstol y del Evangelio. La respuesta a la palabra puede ser meditativa, como el salmo que interioriza lo por él dicho, o la aclamación del Amen, Aleluya, et cum spiritu tuo, que confirma la acogida de la palabra. Cada vez es más claro que a la liturgia pertenece también el silencio, pero el silencio lleno de sentido.
En la última reforma se han propuesto momentos especiales de silencio, después del Oremus, de la homilía y de la comunión; es particularmente sugestivo el silencio después de la comunión, pues después de la homilía a veces hay poco que pensar. Algunas comunidades aprovechan también el posible silencio durante las ofrendas, que está bien con tal que no se reduzca a un momento de descanso, sino que sirva para interiorizar la ofrenda de Cristo al Padre. Conviene aprovechar también el silencio de la adoración durante la elevación del pan y del vino consagrados, que no son restos medievales a olvidar, sino desarrollos posteriores de una fe primitiva, que adora la presencia del Señor en medio de la asamblea. Quien celebra la liturgia, en oración y con devoción, es normal que se conmueva en el momento de la consagración, la gran acción litúrgica, y de rodillas adore al Señor que con su muerte nos salva.

Otro momento de silencio para el asamblea son las oraciones silenciosas del sacerdote, que algunos suprimen, al ver al sacerdote sólo en términos sociológicos, como presidente que actúa en favor de la asamblea. Pero considerando que el quehacer del sacerdote en la Eucaristía es más que el de presidir una reunión, estas oraciones le invitan a participar él mismo en lo que hace en nombre de Cristo y en comunión con la Iglesia. En este sentido, el sacerdote reza la oración previa a la proclamación del Evangelio, que si se hace con devoción, se invita a la asamblea a levantar también el espíritu a Cristo que habla. Están también las dos oraciones antes de la comunión, de las que el sacerdote puede elegir una y que puede convertirse en un silencio bendito, en cuanto invita a la asamblea a mirar al Cordero de Dios sacrificado que se nos entrega como pan de vida eterna. También las oraciones después de la comunión favorecen un tiempo y unas expresiones de acción de gracias a quienes “no sabemos pedir lo que nos conviene” (Rom 8, 26).
                
En 1978, con disgusto de algunos liturgistas, manifesté que no era necesario recitar el canon siempre en voz alta. Después de reflexionar sobre ello quiero volver a recordar aquella afirmación, teniendo en cuenta que últimamente algunos liturgistas comienzan a hablar ya de la crisis que supone el momento del canon en el proceso de la celebración. Hace algunas décadas se trataba de solucionar el problema con nuevas plegarias eucarísticas, pero nos damos cuenta cada vez más que la multiplicación de fórmulas no soluciona el problema. De hecho, no es necesario recitar en voz alta todo el canon para favorecer la participación activa de la asamblea en él. Mi propuesta es la siguiente: por una parte sí es necesario que los fieles conozcan el sentido profundo del canon, pero por otra parte se pudiera pronunciar en voz alta el comienzo de las partes del canon, continuando después en silencio. Convendría hacer la experiencia de cómo el silencio puede crear un clima de comunión y de unión con Cristo que se ofrece y que se hace presente sobre el altar y que viene a nosotros en la comunión.   

Padre Pedro Fernández, op
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<!--[if !supportFootnotes]-->[1]<!--[endif]--> Cf.  J. RATZINGER, Lo spirito della liturgia. Una introduzione: Opera Omnia, vol. XI. Editrice Vaticana 2010, pp. 162. 202.