La «Solemnidad de Santa María» en la Liturgia Hispano-Mozárabe

La «Anunciación» a ocho días de la «Navidad»

«Anunciación» del Greco.
Hospital de la Caridad, Illescas (Toledo)
Ocho días antes de la Solemnidad de la Natividad del Señor, el Rito Hispano-Mozárabe se dispone a celebrar la «Solemnidad de Santa María», es decir, la Encarnación del Señor en el seno de Santa María. El X Concilio de Toledo (656) determinaba en su canon sexto que no puede ser celebrada dignamente en cuaresma o pascua la Concepción del Verbo, ya que en este tiempo no se celebran los natalicios de los santos, por esta razón el Concilio establece que: «por especial constitución se santifique ocho días antes del día en el que nació el Señor la fiesta más célebre y esclarecida de su Madre... ¿pues qué es esta fiesta sino la Encarnación del Verbo? la cual debe ser tan solemne, como la Natividad del mismo Verbo».

Esta Solemnidad la encontramos dentro del Adviento, tiempo litúrgico que, al igual que en el Rito Ambrosiano, goza de seis semanas, siendo el primero el que cae entre el 13 y el 19 de noviembre, por esta razón se dice que el domingo primero de adviento es el domingo más cercano a la fiesta de san Acisclo (17 de noviembre). Durante las seis semanas el tono festivo de sus textos quiere suscitar en los creyentes la alegre esperanza de la Venida del Señor, sea en su primera venida, es decir, en la humildad de la carne, ya sea en la última, «cuando venga glorioso desde el cielo», tal como se aclama en cada eucaristía tras el relato de institución.

La meta hacia la que nos lleva esta Solemnidad nos la da la Bendición que el Sacerdote imparte al pueblo justo antes de que se acerquen a comulgar: «Para que los que celebráis hoy con toda devoción la fiesta de su concepción virginal, lleguéis a la Navidad de nuestro Redentor con ánimo alegre y con corazón limpio»; deseo que se prolonga en la Completuria u oración final: «Haz que podamos celebrar el día de tu Anunciación por muchos años en paz y tranquilidad, con tu pueblo fiel».

La clave de entrada de la celebración, es decir, el canto del Praelegendum (lo que está antes de las Lecturas), es el texto de la narración del Nacimiento de Jesucristo (Mt 1,18) que va entrelazado con el texto veterotestamentario: «Mientras miraba, ví venir en las nubes del cielo  como a un hijo de hombre que se acercaba. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin» (Dn 7, 13-14). Nos muestra, por tanto, el contraste entre la primera y la segunda venida, y nos muestra a Cristo como verdadero Dios y verdadero hombre; presenta la expresión «el hijo del hombre» que el mismo Cristo se apropia en su predicación y la alusión a su aparición solemne «en las nubes del cielo» (cf. Mt 16,27; 24,30; 26,64; Mc 13,26; Lc 21,27; Ap 1,7; 14,14); y nos habla del dominio, del reino que no tiene fin, el cual reconocerán todos los pueblos.

La Profecía, tomada del libro del profeta Miqueas (4,1-3.5-8;5,1-4), nos presenta la futura gloria de la nueva Sión, el castigo y rehabilitación de Jerusalén por parte del Mesías y el nacimiento del Salvador de Israel en Belén; a lo que responde el Psallendum (Sal 86,5-6): «Éste ha nacido allí». El Apóstol (Gal 3,27-4,7), tomado de la carta de san Pablo a los Gálatas nos muestra cómo la Ley fue el pedagogo que nos debía conducir a Cristo, con cuya venida cesaba, el cual «cuando se cumplió el tiempo» nos dio el ser hijos por adopción. Por último, la perícopa evangélica de este día no puede ser otra que la del evento salvífico que hoy se celebra: la Anunciación, a esta perícopa evangélica se le añade, seguidamente, el Magnificat (Lc 1,26-38-46-55).

Una de las oraciones más ricas de esta Solemnidad es la «Oratio Admonitiones», exhortación que el Sacerdote dirige a los fieles al comenzar las Intercesiones Solemnes o Dípticos: «Alcemos nuestros ojos al cielo para ver la gloria de nuestro Salvador: cómo ensalza a la Virgen para que le conciba, cómo premia a la Madre cuando lo da a luz». Continúa haciendo un parangón entre Cristo y su Madre, presentándolo al mismo tiempo como hijo y como don: «infundido  en ella le otorga lo que a ella le falta, nacido de ella no se lleva lo que ha ella le ha dado».

El largo y profundo texto eucológico se centra en varios párrafos en afirmar que la virginidad de María fue perfecta ya que al ser concebido y alumbrado el mismo Cristo, dejó sellado e intacto el seno de la virgen; y lo presenta como una victoria de la naturaleza humana sobre el enemigo que, al ver el misterio de la concepción de este niño, se ha dado cuenta de que aquél que nace viene para reinar. Retoma, una vez más, el pasaje de la Anunciación para decir de María: «en lo profundo del corazón, la fe acoge con gran calor el anuncio del ángel, el oído recibe la palabra que no deja lugar a dudas y la seguridad de su fe queda confirmada con la esperanza de que Dios tiene poder para cumplir lo que promete».

«Que sólo tú tengas entrada a la mansión que para ti hemos preparado». La primera oración que encontramos entre los Dípticos, la oración Alia, presenta un símil entre el seno virginal de María y el corazón de los fieles: se suplica a Jesucristo, el Verbo que se ha hecho carne, que del mismo modo que se digno entrar en el seno de María, se digne entrar a la mansión de sus corazones para que, complaciéndose en la pureza de sus almas: «te dignes ser guardián de tu propia obra y mores en ella perpetuamente».

Esta venerable Liturgia fue la primera en Occidente que introdujo el símbolo de la fe dentro de la celebración eucarística, apelando a la costumbre de las iglesias orientales, tal como lo determinó el III Concilio de Toledo (589), acto oficial de conversión del Reino de los visigodos al Catolicismo. Ahora se puede entender el marcado acento antiarriano, que se deja ver claramente en el Credo, cuyo texto es el del I Concilio Constantinopolitano: «nacido, no hecho, omoúsion con el Padre, es decir, de la misma sustancia del Padre, por quien todo fue hecho en el cielo y en la tierra».

En la Illatio, elemento que inicia la Plegaria Eucaristica, se dirige la acción de gracias al Padre por el Hijo, el cual «nacido de ti, Dios Padre, sin principio y contigo coeterno, sin diferencia ni mutación, igual a ti en todo, no por adopción sino por generación, no por gracia sino por naturaleza»; que deja ver claramente la fe del Concilio de Calcedonia. Jesucristo descendió, por misericordia hacia los hombres, al seno de la Virgen elegida y santificada, siendo él el único que tuvo esta concepción nueva e inusitada y un parto virginal sin dolor para su Madre: «él confirió a la Virgen la castidad, y no privó a su Madre de la gloria de la virginidad».

«Así como has concedido a tu Madre ser madre y virgen, concedas a tu Iglesia ser incorrupta por la fe y fecunda por la castidad». La oración Post Pridie comienza parafraseando un texto paulino que es usado también como monición a la recitación del Símbolo de la fe (Rom 10,9-10); y es que, después del relato de institución, la aclamación de los fieles termina con estas palabras: «Así lo creemos, Señor Jesús», a lo que esta oración responde: «Proclamamos Señor lo que creemos, no nos lo callamos», continuando después con este deseo para la Iglesia: que sea incorrupta por la fe y fecunda por la castidad.

Un último elemento a destacar en la eucología de la Solemnidad es la introducción al Padre Nuestro, Ad Orationem Dominicam, que en éste día tiene un marcado acento pneumatológico. Los fieles por medio del Espíritu Santo reciben la fuerza para profesar públicamente su fe: «así como la Virgen, cubierta por la sombra divina, concibió y dio a luz, también nosotros, encendidos por la divina inspiración, profesemos públicamente lo que hemos concebido del Espíritu Santo».

Salvador Aguilera López

[Publicado en l’Osservatore Romano el 18-XII-2012]